Cuando uno cumple los treinta años es un buen momento para replantearse las cosas. Para abandonar definitivamente la juventud y resignarse a darle la razón a la vida, buscarse un trabajo decente, tal vez alistarse a la marina y olvidarse de cumplir el viejo sueño de cambiar las cosas. O tal vez, cuando uno cumple treinta años es momento de mandar todo definitivamente a la mierda y seguir caminando por el camino torcido, demostrándole al mundo que sentías lo que decías. Por suerte, bromas de Graffin al margen, Bad Religion han optado por el segundo camino y aquí les tenemos, superada la teintena, con dieciseis discos a la espalda y tan frescos como una lechuga.
Hace un par de meses recordábamos por aquí su clásico “No Control” y lo cierto es que resulta reconfortante ver que el tiempo no ha pasado tan mal por ellos. Cómo quien mira una vieja foto y se ve más joven y más vital, pero sigue reconociendo que la misma esencia y principios siguen ahí, tal vez no intocables (la vida siempre ofrece nuevos enfoques) pero lo suficientemente reconocibles. ¿Cuál es su secreto? Pues seguramente tener una idea bastante clara de por donde cae el norte, y a la vez permitirse seguir tanteando la dirección en busca del verdadero y exacto punto al que dirigirse.
Podrían ser los ochenta o puede que ya hayamos empezado un nuevo siglo, nos valen las mismas palabras: Temas cortos y directos, melodías vocales memorables, estribillos directos al centro del cerebro y letras comprometidas que ponen en cuestión al conjunto del sistema. Han pasado treinta años y Bad Religion son un ejemplo de coherencia y frescura mucho más allá de lo que cualquiera puede exigirse a uno mismo.
Comentario por Oskar Sánchez
Fotografía por BAD RELIGION