“Haz click en el nuevo video del rapero Popper $vmino. ¡Te volará la cabeza!”. Cada día me encuentro con al menos media docena de titulares de este tipo. Joder, si se refieren a cosas que dinamitan esquemas mentales y cambian para siempre la forma en que se ven las cosas, eso no me ha sucedido demasiadas veces en la vida. Eso sí, The Prodigy mantienen el honor de haberlo conseguido en dos ocasiones. Concretamente, lo hicieron con los vídeos de dos singles de “The Fat of the Land” (1997).
La primera vez fue con Firestarter, el adelanto que lanzaron a comienzos de 1996. Aquí Keith Flint hacía de Capitán América incendiario, y con su doble cresta corría, gesticulaba y hacía aspavientos como un tarado. La segunda vez fue en otoño de 1997, cuando el disco ya estaba en las tiendas, con Smack my Bitch Up. Flint gritaba “Súbeme el ritmo, golpea a mi puta” mientras la pantalla mostraba una noche salvaje llena de alcohol, drogas, broncas y sexo. Estoy seguro de que los que visteis aquello en el programa de Los 40 de Canal + y en horario para todos los públicos todavía recordáis el shock. Por supuesto, no tardaron en vetarlo casi en todas partes. De hecho, a día de hoy este vídeo no está disponible en YouTube.
La potencia visual de ambos clips era brutal, pero si molaban tanto era, principalmente, porque la música sonaba a algo nuevo, diferente y muy moderno, como dirían La Casa Azul. Aquellas canciones eran bakalao. Pero también eran punk. Era como si el grupo estuviera infringiendo la norma ética superior que prohibía mezclar esos dos conceptos, y además conseguían sonar más rudos y más gamberros que nadie.
De hecho, Breathe, el segundo single del álbum, es puro punk rock, al igual que Serial Thrilla o la versión de Fuel my Fire de L7 que cierra el disco. Y prácticamente todo “The Fat…” está infectado con guitarras envenenadas, bien en forma de samples (deconstruidos y prácticamente irreconocibles) de The Breeders, Skunk Anansie, RATM o Nirvana, o bien a través de los riffs que Jim Davies de Pitchshifter grabó para la ocasión. Pero también se reconocen todo tipo de guiños al hip hop, presentes en buena parte de los beats del disco, y que se hacen evidentes en el rapeado de Kool Keith en “Diesel Power. Los bajos ácidos de la Roland TB-303 que resuenan por la mayoría de los temas mantienen alto el subidote químico raver. Y si a ello se le añade la demencia perversa encarnada en la figura de Keith Flint, ya tenemos las claves de la fiesta del Apocalipsis que es este álbum.
El camino que siguió The Prodigy hasta depurar esa fórmula arrancó a comienzos de la década de 1990. El proyecto liderado por Liam Howlett se hizo un nombre entre los fieles al ‘ardkore, el ritmo hiperacelerado que entonces reinaba en las raves clandestinas del Reino Unido. Con el tiempo, en los temas del grupo se fue rebajando el número de bpms, el sampleo masivo de guitarras ganó protagonismo, y Keith Flint pasó de ser un mero bailarín a erigirse como vocalista principal y frontman de la banda. En cierto modo, esto supuso un acercamiento a una “estética rockera”, lo que ayudó a que empezaran a sonar más allá de las pinchadas en fiestones y en emisoras de radio piratas. Despertaron el interés de la prensa musical especializada, que hacía no tanto despreciaba la escena raver; empezaron a aparecer en los carteles de festivales que en principio poco tenían que ver con la música electrónica; y, en definitiva, entraron en el menú musical de una gran masa de personas que no tenían por costumbre ponerse a tope de éxtasis cada fin de semana.
Pronto llegó el fichaje por Maverick, el sello de Madonna, con el que lanzaron su tercer LP. “The Fat…” se convirtió en un bombazo comercial inmediato, vendió millones de copias y alcanzó el número 1 en listas de ventas de medio mundo.
Esto sucedió en el verano de 1997, muy pocos días después de que yo aprobara la selectividad. Recuerdo escuchar la cinta en bucle de camino a la playa, y también recuerdo la sorpresa de comprobar cómo algunos bares rockeros se salían del guion guitarrero para lanzarse a pinchar este disco. No me tocó vivir ningún “verano del amor” como los que se vieron en el Reino Unido con la explosión del acid house, pero al menos fui testigo del año en que el catálogo de La Tipo cedió buena parte de su espacio a la música de baile. Porque en 1997 también lo petaron The Chemical Brothers, Orbital, el pelotón de aquello que se llamó Big Beat, o unos franceses recién llegados que se hacían llamar Daft Punk.
En cualquier caso, no llegó a producirse la invasión de las máquinas y el fin de las guitarras que algunos vaticinaban. O al menos no en aquel momento. Pasadas un par de temporadas, la mayoría de estrellas de Big Beat habían caído en el olvido, y aunque continuaron apareciendo nombres que mezclaron guitarras y baile, los caminos de estos dos estilos prosiguieron paralelos, sin apenas interferir el uno en el otro. The Prodigy nunca repitieron el éxito comercial de “The Fat…”. Eso sí, continuaron arrastrando multitudes a los conciertos incendiarios que ofrecieron hasta Keith Flint falleció en 2019.
A día de hoy me da algo de pereza volver a escuchar entero “The Fat…”. En parte por la saturación a la que llegué después de bailarlo como un loco millones de veces. En parte también porque no me parece un disco “perfecto”: hay cortes como Mindfields o Narayan que me resultan bastante flojetes. De hecho, a día de hoy disfruto más con los temas hiperacelerados de los anteriores LPs del grupo. Por otro lado, desde 1997 he tenido tiempo de investigar entre toneladas de música electrónica, y he descubierto bastantes cosas que me atraen mucho más que lo que hicieron The Prodigy. Pero al mismo tiempo pienso que, de no haber existido “The Fat…”, quizá nunca habría sentido curiosidad por todo ello. Y cuando me acuerdo de las dos veces que The Prodigy me volaron la cabeza, y no puedo evitar engorilarme. Máximo respeto hacia ellos.
David Boring