Acercándose la fiesta del fin de verano, ese punto del calendario en el que el año muere y en el que dicen, el mundo de los muertos y el de los vivos se acercan durante una noche, nos pareció un plan perfecto cruzar de la mano de filandera, y sus canciones llenas de árboles que pierden las hojas, renacen y se enraizan. Las realidades que parecen distantes se acercan, como el black metal de CrystalMoors y el Folk de Filandera, a través de su común paganismo y las cuerdas vibrantes de su violín.
Tiene Santa María de Cayón un espacio multiusos sencillo, pero que debería existir en todos los pueblos. Un pequeño escenario y unas pocas sillas. No hace falta mucho más para activar la vida cultural del entorno cercano. Cultura de verdad, de la que cambia por dentro a la gente y a la sociedad en su conjunto.
Se nota a Filandera algo nerviosa al hablar, pero rotunda y precisa al trasladarnos a su mundo musical. Su último concierto allá por febrero se canceló por motivos personales, y desde entonces estos meses de sequía en los que sólo los árboles más fuertes son capaces de mantenerse en pie. Mirando hacia atrás da vértigo. Normal que tiemblen las piernas y asomen lágrimas a los ojos, al volver a encararse a lo que antes era nuestro día a día.
Bien flanqueada por Rodri Irizabal a la percusión y Raúl Oslé a la guitarra, Irene nos llevó a de la mano de paseo por un bosque arcano en el que se mezclan tradiciones, lenguas y músicas, uniendo a un público enmascarado, que acabó acompañando a las palmas en comunión. Una noche mágica que nos hacía tanta falta a nosotros como a ellos.
Texto Oskar Sánchez
Fotos y Vídeos Oskar y Omar Sánchez