Bon Scott fue tal vez la escoria andante más entrañable que jamás haya deambulado entre sus paisanos. Clinton Walker traza una espléndida semblanza no solo del hombre aquí escrutado, sino también de cuanto se cuece en la gestación de una banda de rock», proclamaba Who Weekly cuando se lanzó Camino del infierno en Australia. La semblanza que Walker ha compuesto con los esperpénticos desvaríos de esa piltrafa refleja sin duda las luces diabólicas del personaje retratado, pero brilla también por méritos propios, tanto que ya se codea (inopinadamente) con los grandes clásicos de la rockología. Podemos decir sin exagerar que estamos ante la obra definitiva sobre la ascensión de AC/DC al estrellato y el descenso de Scott a los infiernos, sobre los años en que su carismática presencia y la visceral declamación de aquellas letras se hermanó con la imparable fuerza que irrumpía desde las cuerdas atormentadas por los hermanos Young. Fue entonces cuando cristalizó un sonido inconfundible y una nueva manera de entender el rock. Con la inestimable colaboración de quienes tuvieron el privilegio de soportar al biografiado y el ornamento de un material fotográfico apenas conocido, Walker reconstruye la sonora epopeya de la banda siguiendo las peripecias vitales del cantante desde su (no demasiado) tierna niñez en la Escocia que también fue cuna de los díscolos Young. El éxodo proletario a los confines de un imperio extinguido nos regalaría, con el tiempo, el nacimiento de la dureza por antonomasia en una Australia aún mecida por las brisas melódicas del pop. A finales de los setenta, el vendaval de la canalla acabó con la calma y con el orden establecido. Pero Bon Scott no pudo saborear las mieles del triunfo porque en 1980 murió a manos de su antojo. Una pena y un nuevo mito.