Descubrí la bossa de bien chaval, porque mi hermana tiene una Escuela de Baile, y en una colección por fascículos de ritmos latinos que había por casa, llegó a mis manos el mítico directo de La Fusa. Poco más adelante, cuando empezamos a salir por Torrelavega, se cruzó en nuestras vidas el A Gogó, y poco después las noches hasta las tantas en el Embrujo, el Cabaret Oasis y los conciertos de Jazz que eran habituales por aquellos días en nuestra ciudad.
La bossa tiene algo especial, es una música cargada de melancolía, capaz de arrastrarte a la tristeza y a la vez, extrañamente, en otras ocasiones llenarte de genuino buen humor, placer y disfrute por cada cosa pequeña que hay en la vida.
Descubrir que Toquinho iba a visitar Santander me llenó de emoción. No sólo desde un punto de vista subjetivo; tener a pocos kilómetros de casa a aquél que puso música a tantos recuerdos memorables, si no saber objetivamente que íbamos a ser testigos de un concierto histórico, una oportunidad única, tal vez la última, de poder disfrutar de su música en directo.
Toquinho no es sólo un grandísimo interprete y un magnífico guitarrista, no es sólo un talentoso compositor de canciones que han pasado a formar parte del subconsciente colectivo por todo el planeta, es además uno de los creadores de un estilo y una corriente. Como me decía Rubén de Isla & Ritmo, a la salida del concierto, escuchar a Toquinho, es ir a la raíz de una de las músicas populares más importantes del Siglo pasado.
Con apenas una breve introducción Toquinho se sacudió de un plumazo Corcovado y la Garota de Ipanema, un gesto que dejaba a las claras que venía con intención de llevarse todo por delante. Más de medio siglo de carrera no se puede resumir en un par de hits, así que comenzando con dos de las más esperadas, acompañado sólo con la guitarra las expectativas se disparaban desde un principio y nadie se pasaría ya la hora del concierto esperando “el momento”.
El concierto fue una oportunidad dorada para escucharle contar de primera mano algunas de sus andanzas en la música, desde los primeros viajes a Italia con Chico Buarque, pasando por sus aventuras junto a Vinicius de Moraes, con quién se despachó bien a gusto contando de forma muy simpática algunos de los entresijos entre bambalinas. También fue una gozada escucharle rendir pleitesia a Joao Gilberto, o oirle explicar el momento en el que fueron decidiendo que la Bossa no tenía por que ser siempre complicada armónicamente para ser buena. Algunas de las canciones más importantes de la historia de la música están apoyadas sobre unas pocas notas básicas, cuanto tenemos que aprender de los más grandes.
Mientras iban desgranándose clásicos, la dinámica del concierto también crecía de forma exponencial. Primero en solitario, después a trío y finalmente con la presencia de Camila Faustino, cantando de manera magistral. Poca gente puede llenar el escenario y centrar toda la atención, dejar a todo el mundo sin palabras incluso antes de poner un pie en el escenario. Comenzó a cantar desde la distancia, y escucharla, aun ausente, fue estremecedor. Todo el que haya escuchado alguna vez las grabaciones con Vinicius lleva tatuadas las voces de María Bethania y María Creuza, basta con decir que la actuación de Camila Faustino no palidece ante la referencia de este par de totems.
Para la altura de Aquarela aquello ya era una fiesta, ese el poder mágico de la música, hacer pasar al auditorio de momentos de recogimiento intimista a la celebración final con todo el mundo bailando en poco más de una hora.
Texto y Vídeos – Oskar Sánchez
Fotos – Omar y Oskar Sánchez