La toledana Ana Alcaide estuvo en el Teatro Casyc presentando “Ritual”, su último disco. Para la ocasión lo retitularon “La fuente de las mujeres” y fue el cierre del LII Ciclo d e Músicas Religiosas de esta fundación. En esta sala, sobria y sin grandes pretensiones, he visto interpretaciones variadas y siempre ha estado a la altura tanto el sonido como la iluminación.
El pasado noviembre habíamos disfrutado el concierto de Ana en Náutica, donde emocionó al público con temas de “Leyenda” y otros trabajos anteriores, por lo que fue una grata sorpresa saber que repetiría cita tan pronto.
Nos recibe un escenario vacío, con unos pocos instrumentos y sencillas lámparas, gran contraste con el intrincado dibujo de una enorme alfombra persa que llena la pantalla de fondo. El animado correr del agua de una fuente junto a unas plantas y las volutas de humo del incienso de sándalo hacen pensar que lo de esa noche va a ser una experiencia envolvente, no solo un acto musical. La vista y el olfato contribuyen a sumergirnos en el viaje místico que propone este disco.
Tras una presentación van entrando los intérpretes. Los sonidos, los ropajes y el baile incrementan las sensaciones, porque Ana se cambia varias veces de atuendo, como ilustrando el viaje que supone el avance por los temas, y acompaña los cantos con suaves pasos o juegos de manos. Pero además la bailarina Sandra Rico aparece para completar la ambientación, con estupendos trajes acordes a cada ritmo, desde piezas tipo clásico español, a danza del vientre. Incluso arroja pétalos de flor, a semejanza de lo mostrado en el videoclip “Yezemi”.
Ana interpreta algún tema con su inseparable nickelharpa, pero el peso instrumental de la velada corre a cargo de la percusión, con toques de un ney (esa flauta misteriosa que ambienta todas las películas de Egipto) del iraní Kaveh Sarvarian o del psalterio (una mezcla de arpa y guitarra sin mástil) del estadounidense Bill Cooley, y poco más. La verdad es que los músicos son perfectos y le dan a todos los palos, incluso a los del clavijero.
Pero claro, también está la voz. La voz de Ana que se escucha en castellano y farsi, entonando palabras inventadas o despachando todo un tema a base de simples hum a boca cerrada. No hay instrumento más básico e hipnótico que la voz humana. Para esa misión Ana se apoya en la iraní Katy Evoghli, que canta algún solo, hace coros y recita poemas. También se escucha cantar al iraní Reza Shayesteh, que no está presente pero tuvo mucha parte en la creación del disco. Y aunque en muchas ocasiones entender la letra es importante, la simple sonoridad de unas frases repetidas una y otra vez puede iniciar un trance al que apetece dejarse llevar.
La gran inspiración de esta obra es el poeta persa Rûmî, del que ya había oído hablar en Turquía por ser el origen de los famosos derviches, una variante del sufismo que alcanza el éxtasis religioso a base de girar en una danza hipnótica. Sus textos inspiran todo este ambiente, un viaje a un tiempo y lugar que resultan exóticos y mágicos, como escuchar un relato de “Las mil y una noches”. O como internarse en una meditación para descubrir lo que hay en nuestro interior, aprovechando para vaciarlo de lo inútil y dañino, y dejar fluir el tiempo para calmar la urgencia, la inmediatez de esta vida que nos arrastra cuesta abajo sin un motivo ni un destino.
No hubo bis ni repetición de saludos. El ambiente era el que era, contención espiritual y desarrollo del disco, sin perturbaciones que pudieran desvirtuar su sentido como obra coherente. La experiencia había sido perfecta y era mejor no estropearla.
Como siempre, Ana esperaba fuera para firmar y cambiar unas palabras o posar en foto con todo el que se acercara a expresarle su entusiasmo, porque no se puede sentir otra cosa al ver a esta artista.
Lo único que faltó esa noche fue una taza de cristal con té humeante acompañada con unos dulces.
Texto – Alberto Cifrián
Fotos – Elena y Alberto Cifrián