Nos encontramos aquí ante uno de esos trabajos de los que se puede afirmar con propiedad que marcó el inicio de todo un subgénero musical, aunque sea este uno con límites tan difusos y controvertidos como los del A.O.R. De hecho, si nos situamos en el año de publicación de esta primera obra de Boston, 1976, resulta que algunas de las bandas fundamentales para definir el estilo, como Foreigner o Toto, ni siquiera habían debutado discográficamente (ambas lo hicieron en 1978), y otras estaban lejos de configurar el sonido y la formación que las caracterizó dentro del género.
En Journey faltaban aún un par de años para la llegada de Steve Perry y el pelotazo de “Wheel in the Sky”; lo mismo sucedía con Styx, una banda de progresivo por entonces, con Tommy Shaw recién llegado, que comenzaría a despegar al año siguiente con Grand Illusion. ¿Y qué decir de Kansas, el estandarte del rock progresivo americano? No iniciaría su transición al A.O.R. hasta finales de la década con Audiovisions. O REO Speedwagon, que, aunque ya llevaban algunos años de carrera, no empezaron a definir su sonido clásico ni a adquirir verdadera relevancia hasta You Can Tune a Piano, But You Can’t Tune a Fish en 1978 y, sobre todo, High Infidelity en 1980.
Así, a bote pronto, del mismo año que el álbum homónimo de Boston solo me viene a la mente Silk Degrees de Boz Scaggs, con la base rítmica de los futuros Toto, aunque más bien podríamos etiquetarlo como una obra seminal dentro del West Coast. Deslindar entre A.O.R. y West Coast es meterse en un controvertido jardín que va mucho más allá del objetivo de esta reseña.
Por otra parte, me resulta curioso que, a veces, se categorice esta primera obra de Boston como rock corporativo. No cabe duda de que seguramente sea uno de los álbumes debut más vendidos de la historia, o al menos de los setenta, pero ni fue un proyecto auspiciado por la industria ni seguía ninguna tendencia ya existente que garantizase su éxito. Además, el proceso detrás de este lanzamiento es un tanto atípico para lo que se estila en este negocio.
La fuerza impulsora del grupo, el multiinstrumentista y maniático perfeccionista Tom Scholz, no parecía precisamente destinado a ser una estrella de rock. Buen estudiante y graduado por la prestigiosa M.I.T., su vida se encontraba encaminada como ingeniero en Polaroid, y su afición a la música se canalizaba a través de grupos locales del área de Massachusetts de escasa trascendencia, como Mother’s Milk. Sin embargo, estos sirvieron para que entrase en contacto con otros músicos esenciales para la creación del sonido de Boston, sobre todo el vocalista Brad Delp y el guitarrista Barry Goudreau.
Aprovechando sus conocimientos técnicos, Scholz montó un pequeño estudio casero en el que fue desarrollando sus composiciones. Estas maquetas estuvieron dando tumbos por discográficas durante bastante tiempo hasta que Epic decidió apostar por ellos. Para entonces, la formación definitiva, ya con el nombre de Boston, quedó configurada, además de por Scholz, Delp y Goudreau, por el bajista Fran Sheehan y el baterista Sib Hashian.
No obstante, acostumbrado a trabajar individualmente en su sótano, Scholz grabó casi todos los instrumentos, salvo la batería y algunas partes de guitarra de Goudreau, y compuso la práctica totalidad de los temas. Delp participó puntualmente escribiendo el cierre Take Me Home Tonight y colaborando en Smokin’. La discográfica puso como condición que las canciones fueran grabadas en un estudio profesional en Los Ángeles. Sin embargo, la necesidad de control de Scholz, con la aquiescencia del productor John Boylan, motivó que buena parte del material utilizado finalmente fueran las pistas grabadas en su garaje, aunque pasadas por el filtro del Record Plant Studio para esquivar el requisito impuesto por Epic.
Estas peleas con directivos y managers por mantener la mayor capacidad de decisión posible sobre su obra se acentuarían durante la gestación del segundo trabajo, Don’t Look Back, y serían una constante en la carrera de Boston. No es casualidad que, en casi 50 años de historia, el grupo apenas haya editado seis álbumes oficiales de estudio. Tampoco lo es que uno de ellos se titule Corporate America. Don’t Look Back tardó tres años en publicarse debido a las continuas presiones del sello a Scholz, que no lo consideraba aún terminado. Esto inició el baile de cambios, trifulcas y demandas que marcaron las relaciones del grupo con la industria. Third Stage no salió hasta mediados de los ochenta y, aunque mantuvo algo del tirón popular con su último gran éxito, Amanda, marcó el punto de inflexión que aceleró el declive de Boston.
A partir de ahí, apenas tres discos más, cada vez más espaciados, con menos repercusión fuera de los círculos especializados y con salidas, de manera más o menos agria, de figuras esenciales como Goudreau y Delp. Esto reforzó el carácter unipersonal del proyecto. A cambio, Goudreau lideró algunas interesantes aventuras, sobre todo Orion The Hunter y Return to Zero, que, en cierto modo, ampliaron el legado de la banda. En cualquier caso, parece que Tom Scholz no es una figura ni mucho menos complaciente, ni con la industria ni tampoco con sus compañeros de banda. La polémica suscitada hace unos años a raíz del suicidio de Brad Delp es un triste ejemplo de ello, aunque las causas de este suceso parecen complejas y hay diversas versiones al respecto.
Volviendo a la obra en sí, está claro que la calidad de las composiciones incluidas habla por sí misma. Más allá de esto, aparecen ya bien nítidos todos los elementos clave del sonido clásico de Boston: la alternancia de riffs eléctricos hard rockeros con guitarras acústicas, las melodías cristalinas (a veces dobladas) de guitarra y las estratosféricas armonías vocales, cuyo epítome es el tema que abre el disco, More Than a Feeling. Este tema, que no necesita presentación a estas alturas, ha influido en todas las generaciones de grupos de rock melódico posteriores. Incluso se ha hecho referencia a su similitud con Smells Like Teen Spirit de Nirvana, como se aprecia en la intro de su concierto en Reading de 1992.
En definitiva, Boston es un ejemplo inmejorable de lo que era un álbum redondo en los setenta: apenas ocho canciones y algo más de media hora de duración, pero sin que sobre nada. Composiciones escritas y arregladas con mimo, con indudable gancho comercial, pero sin rebajar su calidad. Aunque posteriores trabajos como Don’t Look Back o Third Stage mantuvieron un gran nivel, ninguno logró igualar la solidez ni la claridad de ideas de este debut. Boston es, a la vez, una obra impulsora y culmen de todo un estilo, y eso muy pocos álbumes lo consiguen.
Los buenos aficionados al A.O.R. les guardamos un agradecimiento eterno por ello.
Oscar G. del Pomar