Me pide nuestro colega Oskar que haga una reseña sobre el disco que pone en evidencia al que, a mi
juicio, es el Johnny Cash más “auténtico”. Debería ponerme el sombrero de erudito y escribir con un certero estoque en cada palabra para definir uno de mis discos favoritos, pero no lo voy a hacer. No porque no quiera, lo que pasa es que no sé. Lo que sí puedo hacer es escribir como fan; subjetivamente y sin miedo a los palos ni a las piedras con los que me puedan agredir los devotos del discurso impecable.
Respecto a lo intangible; el valor artístico y social:
Cash puso sobre la mesa de reuniones de Columbia Records la radicalidad y solidez de criterios que
unirían para siempre al autor con su obra en un solo concepto indivisible e indomable: la coherencia. Las
amenazas del tipo “…esto no va a funcionar.” o “…los presos no dan buena prensa.”, ni le convencieron ni le asustaron. Johnny sabía lo que quería hacer y confiaba lo suficiente en su música como para apostar su propio capital si fuere necesario. Cuando los pusilánimes ejecutivos se dejaron convencer, el disco fue lanzado al mundo y todos los prejuicios clasistas de la “América blanca republicana” se convirtieron en auténticas saetas envenenadas que se volvieron contra ellos mismos para clavarse en su desconfiado orgullo propio. Tuvieron que tragarse a regañadientes el éxito del proyecto, lo cual fue, sin duda, una sonora patada en su ortodoxo culo y un azote a la remilgada moral de la industria musical norteamericana. Teniendo en cuenta que este trabajo era su primer disco con esta compañía, como estreno no estuvo mal.
Respecto a lo carnal; lo que hace que el que suscribe pueda escuchar el disco de cabo a rabo en modo
bucle es su… Aire. Si uno se calza los auriculares y se aísla de lo mundano, puede respirar el cargadísimo
ambiente de la abarrotada sala de aquella prisión. Se pueden intuir las muecas de los internos. En los pasajes más delicados, el clamor del respeto acojona. Se consigue saborear la admiración y el calado de las letras de aquel paleto de Arkansas entre los huesos de los marginados. ¡Johnny era, definitivamente, uno de los suyos!
La comunicación entre músico y audiencia es inapelable desde el primer “Hello, I’m Johnny Cash!”
hasta la pieza final, Greystone Chapel (letra escrita por uno de los presos, que le fue entregada a Cash la noche anterior, y que éste se empeñó en incluir en el repertorio). Chascarrillos, bromas, compadreo. Incluso un desconocido funcionario que busca a un tal Sandoval y que quedó plasmado en la edición final para mayor gloria de ambos. Como nexo de unión para la eternidad; una Voz, la de Cash, arañada por los excesos junto a su guitarra acústica, casi afinada. No anduvo solo: June y la Carter family; los Tennessee Three; Carl Perkins; etc.
En aquel concierto todos los desgraciados que contemplaban el espectáculo cambiaron la postura
habitual por una mucho más amable, al menos, durante el momento en el que la música sonaba. Ese momento en que la música de Johnny Cash lo trastocó todo, empezando por el calibre y la impertinencia de los barrotes de Folsom. Los que allí pagaban su deuda se olvidaron entre cigarro y cigarro de por qué no eran hombres libres. Encalaron sus desorientadas conciencias con un brochazo refrescante de Cocaine Blues. Recordaron los besos que más pesan con Give My Love To Rose y se descojonaron entre aullidos, wows y yeahs, al son de 25 Minutes To Go. La permisividad de la ocasión les hizo fuertes durante aquel instante. ¿Qué más puede pedir el cantor?
Mil veces he tocado The Long Black Veil y la volveré a tocar otras mil cerrando los ojos e imaginando
que lo hago en el patio trasero de la prisión de Folsom para diez o doce fantasmas irredentos y apaleados que tuvieron la suerte de estar junto a Johnny en la grabación original. Aquel delirio suyo es el mío también.
Hay discos que hacen una muesca en la culata de hueso de la historia de la música: Highway To Hell,
La Leyenda Del Tiempo, Rubber Soul y, por supuesto, Johnny Cash At Folsom Prison.
Phil Grijuela