La rama quieta, como dormida, y esa tela de aire que nace del sueño y que inunda con su líquida aversión aquello cuanto miro.
No hay luz ni espejo que aguante el pulso de las hojas últimas que caen al suelo como piedras.
Cada piedra un paso, un tañido reverberando en la superficie helada de los días, el dolor, al principio tenue, golpeando en los dientes.
Pájaros enmudecidos que se posan en la corriente y contemplan cómo todo va ocurriendo con la severidad de los presagios.
En ellos somos la madera que arde.
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