Vargas, sábado por la noche. Tras media hora de espera llegan Marcel y el productor David Soler, que se sientan a los teclados y mandos de otros trastos electrónicos. Comienza la música, más bien el sonido, porque ahí se mezcla de todo un poco. ¿Y dónde está María?
Tras lo que a un profano pudiera parecer calentar instrumentos para romper el hielo, una voz suena clara y contundente. María está de pie en un rincón detrás del público, vestida de un blanco que resplandece bajo el cañón de luz. Abrir un concierto con una canción prácticamente sin música y coros que la arropen, demuestra una gran valentía y confianza en que el resultado va a ser bueno. Y así fue, la emoción que transmite esta chica tiene algo de atávico, no entra por las orejas sino que se siente dentro. Tras el aplauso, se sube al escenario, descalza. Pero eso no va a evitar que lo recorra una y otra vez, salte y baile todo lo necesario según requiera cada tema.
En una hora y cuarto, bises incluídos, hacen un repaso a su segundo disco “Clamor”, alternando con los temas destacados de su primer “45 cerebros y 1 corazón”. Mezclando letras en catalán con español, canciones minimalistas con otras fiesteras, su repertorio, basado en la voz femenina con acompañamiento electrónico, dista mucho de ser monótono.
El público, unas 200 personas sentadas, parecía corresponder a la etiqueta “onlyfans” ya que aplaudía, coreaba y rellenaba los huecos que dejaba en las canciones una juguetona María, que incluso habló con una niña que en el primer asiento acompañaba la letra de cada canción. La cosa no llegó al nivel de Freddie Mercury, pero demostraba que la gente venía con los deberes hechos. Y tanta era la entrega, que en el tema de despedida los levantó a bailar, con bastante más éxito que las verbenas de pueblo que he visto en muchos años.
Destacaría de la lista la triste Ball del vetlatori, que despide la vida de un pequeño para que se reúna con la naturaleza, mientras los padres lloran el cuerpo presente. La que da título al primer disco, sobre lo encontrado en una fosa común de la Guerra Civil, esos tesoros que se niegan a ser olvidados. Sin olvidar La gent, que repite hipnóticamente el desconocimiento que el pueblo tiene de su propio poder, algo que lamentablemente vemos cada día.
Quiero mencionar también una que me toca especialmente: El gran silencio, inspirada en un relato de Ted Chiang, sobre la búsqueda de vida extraterrestre con el desaparecido radiotelescopio de Arecibo, mientras hacemos oidos sordos a lo que tenemos a nuestro alrededor. Y es que me resulta llamativo que muchas de sus letras hablen de planetas, meteoritos y otras cosas del espacio, que no suelen poblar las canciones de otros autores.
A pesar de actuar aquí sin coros (de los tradicionales que hacen personas vivas), el sonido quedó bien acompañado, solventándolo perfectamente con ecos, reverberaciones, grabaciones y sampleados. Y el otro miedo que yo tenía sobre la calidad del sonido, al cambiar por amenaza de lluvia de los jardines del ayuntamiento de Puente Viesgo al polideportivo de Vargas, fue disipado con todo éxito, supongo que por mérito del técnico con ayuda del local, a pesar de no ser la música la intención original de su diseño.
Con este concierto se cierra por todo lo alto la tercera edición del ciclo Entre Luces de Puente Viesgo. Y debo agradecer haber disfrutado esta maravilla a la lista de los favoritos de los oyentes en 2021 de Noche de Rock, en cuyo repaso aparecía un tema que me puso las orejas en punta. Comprar el disco, ponérmelo todos los días, y acabar viéndoles en vivo, ha sido una consecuencia lógica e inevitable.
Antonio Cifrián