A estas alturas, se trata de un ejercicio de fe el seguir vivo en una vida cada vez más difícil, más fría, más aislada en cuanto a relaciones honestas, sin resquicio visible en la superficie de empatía ni de bondad.
Hace casi 25 años, mientras deambulaba por el extraño camino de la adolescencia y llena de una decepción existencial que solo anticiparía todo lo que estaba por venir, descubrí tarde y por casualidad, como se descubren las cosas que te cambian la vida, The Sandman, pero no ese del que hablaban Metallica, reduccionista y sin lírica. Se abrieron las puertas de un universo en forma de cómic. Ni siquiera empecé por el principio; en los 90 los pobres aún éramos pobres de verdad y costaba muchas pagas ahorrar para un cómic. Comprabas algo por una sensación en la nuca, una serendipia, una conexión que a día de hoy jamás me ha fallado.
Entender todas las cosas que forman parte de lo intangible, lo inmensurable, lo desconocido, era una tarea que nunca hemos finiquitado y que algunos vivimos como un ensueño gracias a la mejor obra de Neil Gaiman.
A estas alturas todo lo que pueda decir está manido, pero entonces, el encontrar un héroe parco en palabras, no muy agradable y con el que no acabas de empatizar aunque te hipnotice era algo que sólo vimos mucho más tarde en la figura del enorme y cuestionable Tony Soprano.
No había cuestión alguna en la dirección de los actos del señor del sueño. Durante mucho, mucho tiempo me reconfortó pensar que todos esos comportamientos que aún no somos capaces de desentrañar eran la influencia de un poder que no juzga, solo obra.
La diferencia con el resto de cómics que había leído y conocía entonces o conocí más tarde, era que el cómic no epataba, no había grandes espectáculos visuales y cuando los había no constituían lo importante.
Sandman ayudó a pensar un poco más allá, a dar vueltas a algo que solo debería ocupar el tiempo de lectura y poco más. Sabemos que hay relativamente pocas obras que gatillen esas reflexiones, ahí tenemos a Alan Moore, a Lynch, a los Phyton.
Lo que aportaba Sandman, en mi opinión, era estrictamente esperanza. Esperanza de que este mundo quizá funcionase en realidad gracias a entes que no juzgan, al contrario que nuestro dios que atemoriza y castiga.
Morfeo no juzga, Muerte no juzga, Destino solo desgrana, Deseo obra con instintos primarios, Desesperación es la metáfora perfecta del auto juicio corrompido y una gran imagen de la depresión, como Delirio de lo obvio. Solo hacen lo que han nacido para hacer, cuestionan su propio destino pero siguen obrando. Eso era lo más importante, y eso es lo que aún me arranca una sonrisa.
La ternura, el respeto y la aceptación fueron lecciones que me enseñó Neil Gaiman entonces y que puedo rescatar cuando quiera. A veces enseña más un cómic que una enciclopedia entera. Otra de las cosas que me pareció genial fue la eterna fe de Gaiman en los desarraigados, los outsiders, la gente con problemas, los vagabundos que buscan un corazón, los apartados que quizá lo son porque han trascendido a comprender algo que permanece invisible a los ojos de los que vamos y venimos con prisa y mantenemos conversaciones telefónicas a vida o muerte todo el día mientras clicamos un corazón en la enésima foto de un desayuno o una playa en Instagram.
Creo que es un cómic que no entendería la gente que no ha sufrido de verdad, tal es la magnitud que le aplico.
Mención aparte merece el trabajo de Dave McKean, quien fue mi principal inspiración (y creo que la de muchos) para atreverme a intentarlo en un oficio que me mataría de hambre pero me llenaría el alma en muchos otros aspectos.
Por ejemplo, Me cabreo enormemente si este dios castigador me señala con una enfermedad, pero encuentro cierta paz si pienso que quizá lo último que vea o imagine, porque esa referencia afortunadamente, me acompañará siempre- sea esa cara amable y comprensiva, y es que… ¿Qué esperanza tendríamos los que estamos en el infierno si no soñásemos con el cielo?
Arantxa Cobo