Muchas veces, lo que convierte un concierto en memorable no es el espectáculo musical en sí, sino su contexto: el viaje hasta llegar allí, la compañía con la que lo disfrutaste, el recinto donde lo viste… Son cosas ajenas a la banda, pero que en tu memoria marcan la diferencia.
En el caso del concierto de Stratovarius me pasó un poco eso. Son una banda que se mueve en unos parámetros musicales muy previsibles, porque el power metal en general, guste más o menos, es sin duda un estilo muy previsible. Como previsible fue el planteamiento del show, dos horas de recorrido por sus temas más conocidos, junto con algún tema inédito que incluyeron en su último recopilatorio, desde un sobrio escenario adornado sólo con el logo de la banda, y con un sonido muy bien trabajado. Lo previsible para una banda de este nivel.
Y precisamente esa previsibilidad fue la que para mi hizo especial el concierto, porque como decía antes, muchas veces el contexto importa más que el espectáculo, y en Chile estamos viviendo un contexto que es cualquier cosa menos previsible.
Porque no era previsible para nadie que, hace 41 días, una protesta estudiantil por el precio del metro desencadenara la mayor crisis que ha conocido este país desde el retorno de la democracia. Las justas demandas sociales de trabajadores y estudiantes se han visto acompañadas de una oleada de violencia irracional que ha dejado un panorama desolador de estaciones de metro incendiadas, comercios saqueados y espacios públicos literalmente arrasados.
Tampoco era previsible la brutal represión de los agentes del estado chileno, que han dejado 23 muertos, cientos de heridos y miles de detenidos, obligando por ejemplo a que el sistema de salud trate como epidemia las lesiones oculares provocadas por las armas anti disturbios de Carabineros de Chile.
Y si hablamos de música, no era tampoco previsible el papel protagonista que han tenido los músicos en esta revuelta: Mon Laferte en la alfombra roja de los Grammys mostrando sus pechos para denunciar la violencia del estado chileno, la performance feminista “el violador eres tú” del colectivo Las Tesis replicada en medio mundo, ver como una canción sobre la guerra de Vietnam como “El derecho de vivir en paz” de Víctor Jara se convertía en la banda sonora inevitable en cualquier manifestación, junto a “El baile de los que sobran” de Los Prisioneros. Chile es un país que ama la buena música, y se nota hasta en sus revoluciones.
Y en este estado de cosas, nuestra vida diaria se ha convertido en un estado de tensión constante: vas a trabajar, pero no sabes si podrás volver a tu casa; vas a comprar, pero no sabes si el supermercado de tu barrio seguirá existiendo; tomas el metro, pero no sabes hasta que estación llegarás; quieres salir a la calle, pero tienes que estar atento a que no te pille el toque de queda militar.
Por eso es por lo que agradecí enormemente un espectáculo tan previsible como el que ofrecieron Stratovarius. Durante dos horas intuías lo que iba a ocurrir, y lo que es aún mejor, efectivamente ocurría:
Ante un Teatro Caupolican repleto, la banda arrancó fuerte con “Eagleheart” y “Phoenix”, temas rápidos, clásicos, muy apropiados para entrar en materia y muy queridos por la fanaticada local, para después enlazar con “Oblivion”, la primera de la época post Timo Tolkki, que fue recibida con algo más de frialdad, pero no deja de ser un buen tema.
A partir de ahí, lo previsible: un repaso por su pasado más glorioso, con especial atención a los discos “Visions”, “Destiny” e “infinity”, intercalados con los consabidos saludos al público local y solos de cada miembro de la banda.
Tenía especial curiosidad por ver a Matias Kupiainen, el joven guitarrista que reemplaza a Tolkki, y lo cierto es que cumple con creces. Es más comedido (dentro de lo comedido que puede ser un guitarrista de power metal, claro) que su antecesor, y para mi sale muy bien parado del papelón que supone reemplazar al que fuera principal motor creativo de la banda.
Disfruté especialmente el tramo final con “visions (southern cross)” y “black diamond” seguidas antes del descanso, y los bises con “Forever” coreada de manera sobrecogedora por todo el público del teatro, “The kiss of Judas”, “Unbreakable” (gran tema de la última época de la banda) y por supuesto el cierre épico con “Hunting high and low”.
En resumen, vimos a una banda que transmite felicidad y agradecimiento a su público, con un sonido cuidado y que nos ofreció dos horas de evasión previsible, pero con mucha calidad.
Es de agradecer el esfuerzo de la banda, los promotores y los trabajadores del Teatro Caupolican por haber sacado este concierto adelante (los fans de Serrat, Sabina, Andre Rieu, Brian Adams, Tarja, Epica o Donald Trump entre otros no tuvieron tanta suerte). La situación no era fácil, pero este era un concierto que nos hacía falta.
Rubén Palacio(s)